Más empatía, por favor

Quizás un acontecimiento histórico como este me hizo entender algo: lo sencillo nos puede llevar a innovar. Se necesita buscar medios más democráticos para acceder a la educación.  Algo tan elemental como escuchar a tu estudiante y ver cómo este empieza a discernir sus fortalezas y oportunidades es precioso.  Solo es cuestión de colocarse en sus zapatos, reconocer sus preocupaciones y, como educador, inspirarles a trazar sus caminos y aprovechar todo lo que tengan en frente.

Por: Profesor Pedro Correa

 

“Los profesores, pensando que, al estar en nuestras casas, estaremos dispuestos a trabajar ante una bendita pandemia... Profe, ¿cómo hago la tarea si no tengo los recursos de la universidad en la casa?...  Esto no es lo mismo que tomar clases en el salón, profe.”  Estas han sido algunas de las palabras que he leído y escuchado de estudiantes universitaries en los pasados días mientras paso la cuarentena, medida que impuso el gobierno de Puerto Rico para minimizar el contagio del COVID-19, clausurado en mi hogar pensando en qué le enseñaré a mis alumnos.

 

Como profesor novel, enfrentaba retos en cómo promover un aprendizaje activo en el salón de clases y buscar alternativas para solucionar problemas communes.  El ajoro nublaba la visión y, posiblemente, la respuesta estaba bajo mi nariz.  La llegada de este virus a la isla fue un llamado a Tierra.  Estábamos iniciando una era nueva, incierta, pero llena de oportunidades.

 

Primero, revelé cómo el estudiante está desconectado de las plataformas virtuales que ofrece la institución; no importa cuántos anuncios por Blackboard sometías, cuántos mensajes por Comunicación escribías, la respuesta era pobre.  Diría que esto pasa por falta de orientación.  Lo que parece sencillo para miembros de facultad, el estudiante lo ve como un universo exótico.  Además, sería pecado no mencionar que varios no cuentan con servicio de internet estable ni dispositivos electrónicos poderosos (o suficientes) para integrarse remotamente a los cursos.

 

Por otro lado, reconocí cuán desconectado me encontraba de mis estudiantes.  El modo tradicional de impartir cursos cerraba las puertas a conocer mejor a estos jóvenes (todos son jóvenes, sea por su edad o su espíritu).  El estudiante común suele entrar con miedo y, triste decirlo, desinterés al salón.  Te miran como una amenaza.  Un momento como este ha permitido usar medios más familiares para ellos, demoler barreras, y charlar.  Parece tan elemental, pero la comunicación es esencial para mantener la conexión.

 

La diferencia ha sido magna.  Te miran con un lente diferente y cada “gracias” que recibes es valioso.  Los estudiantes han respondido con más agilidad, se muestran plenamente agradecides cuando reciben una llamada telefónica o un mensaje de texto de parte del “profe”.  Rápidamente les aclara la mente y producen más.  Comprendí que, a veces, necesitamos bajar la guardia y hacernos accesibles, especialmente en medio de una adversidad como esta.

 

Quizás un acontecimiento histórico como este me hizo entender algo: lo sencillo nos puede llevar a innovar. Se necesita buscar medios más democráticos para acceder a la educación.  Algo tan elemental como escuchar a tu estudiante y ver cómo este empieza a discernir sus fortalezas y oportunidades es precioso.  Solo es cuestión de colocarse en sus zapatos, reconocer sus preocupaciones y, como educador, inspirarles a trazar sus caminos y aprovechar todo lo que tengan en frente.  Ellos no necesitan más reproche.  Necesitan empatía, por favor.

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